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CUENTO PARA RECONOCER LA DULZURA DEL AFECTO
(Original de los indios Cherokee, recogido y adaptado por Joseph Bruchac)
Hace mucho tiempo, cuando el mundo era nuevo, el
Creador hizo a un hombre y a una mujer. Los hizo a la vez, para que ninguno de
los dos estuviera solo. Ellos se casaron y vivieron juntos y fueron felices
durante mucho tiempo.
Luego, una tarde, el hombre volvió a casa de cazar y
vio que la mujer aún no había empezado a preparar la comida. Estaba fuera
recogiendo flores. El hombre se enfadó.
- ¡Tengo hambre! – dijo en tono irritado-. ¿Acaso
esperas que coma flores?
La esposa entonces se enfadó también. Quería
disfrutar de la belleza de aquellas flores con su marido. Para eso las había
recogido.
- Tus palabras me ofenden- le dijo. No voy a seguir
viviendo contigo.
La mujer se volvió hacia el Oeste y se encaminó
hacia el sol. Su marido la siguió, pero ella caminaba demasiado deprisa. No
podía alcanzarla. La llamó a voces, pero ella no le oyó. Él se apresuró cuanto
pudo, pero su esposa era mucho más ligera.
El sol observó al marido seguir a su esposa. Y vio
la tristeza del hombre y se apiadó de él.
- ¿Sigues enfadado con tu esposa? – preguntó el sol.
- No – contestó el hombre-. Fui un estúpido
dejándome arrastrar por la cólera. Pero no puedo alcanzarla para decirle que lo
siento.
- Entonces te ayudaré- dijo el sol.
El sol iluminó la Tierra con su luz delante de la
mujer. Y allí donde la luz resplandecía, crecieron las frambuesas. Estaban
maduras y parecían apetecibles, pero la mujer no se fijó en ellas y siguió
caminando.
El sol volvió a intentarlo. Brilló y crecieron los
arándanos. Resplandecieron a la luz del sol, pero la mujer no se fijó en
ellos. Siguió caminado hacia el Oeste, alejándose cada vez más de su marido.
El sol lo intentó entonces por tercera vez. Y allí
donde sus rayos tocaron la Tierra, crecieron las moras. Eran oscuras y grandes,
pero mucho más grande era la cólera de la mujer, que no se fijó en ellas.
Por fin, el sol se esforzó al máximo. Iluminó la hierba
delante mismo de los pies de la mujer y aparecieron las fresas. Brillaban como
fuego en la hierba y la mujer tuvo que pararse al verlas delante.
Se arrodilló, arrancó una y la mordió. Nunca había
probado una cosa igual. Su dulzor le recordó lo felices que habían sido ella y
su marido antes de reñir.
- Tengo que recoger algunos de estos frutos para mi
marido-, se dijo, y se puso a recoger fresas.
Y todavía estaba recogiendo fresas cuando el hombre
la alcanzó.
- Perdóname, perdona mis palabras ofensivas- le dijo
el hombre.
Y ella le respondió compartiendo con el dulzor de
las fresas. Y de esta forma vinieron al mundo las fresas.
Hoy día, cuando los cherokees comen fresas,
recuerdan que tienen que ser siempre amables unos con otros; recuerdan que la
amistad y el respeto son tan dulces como el sabor de las fresas rojas.
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