Irlanda, década de
1950. En un pequeño pueblo, lejos (tanto física como espiritualmente) de
Dublín, vive Caithleen, una adolescente que crece entre el cariño de su
madre y el miedo a los arrebatos violentos de su alcoholizado padre. Gracias
a sus buenas notas, Caithleen recibe una beca para terminar sus estudios
en un internado católico, al que también acude Baba, tanto su mejor amiga
como su más insufrible enemiga. Esa experiencia las unirá como hasta entonces
nada había hecho y terminarán viviendo juntas en Dublín, donde saborearán
la libertad y aprenderán a abrirse paso en la edad adulta.
Esto es, básicamente,
lo que nos cuenta Edna O’Brien en Las chicas de campo. Pero, en realidad,
esta novela es mucho más. Es una Bildungsroman que, si bien relata
hechos que hoy en día no le hacen perder el aliento a nadie, en el momento de
su publicación fueron todo un escándalo (de hecho, y tal y como narra el
colofón de la edición actual, el párroco de Tuamgraney, pueblo natal de la
autora, compró los tres ejemplares de la novela que estaban a la venta en
una librería de Limerick y los quemó públicamente en la plaza del pueblo).
O’Brien defiende
en esta obra el poder vivir la vida como uno (una, en este caso) quiera sin
importar lo que digan la iglesia o los vecinos. Para ello, utiliza las
vivencias de Caithleen y Baba (quienes, en realidad, no son más que dos
caras de la misma persona), utilizando sus ganas de ser autosuficientes,
su despertar sexual y sus poco ortodoxas maneras de salir adelante para
lanzar un alegato a favor de la libertad e independencia femeninas,
algo que no cabía en la moral irlandesa de hace cincuenta años.
Las chicas de
campo es una novela exquisita,
narrada con una prosa aparentemente sencilla, en la que la melancolía
hace acto de presencia tan a menudo como el humor y que nos da la oportunidad
de reflexionar si hoy en día, más de cincuenta años después de su publicación
original, las cosas han cambiado realmente tanto como pensamos.
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